La última brasa se apagó, dando final a la fogata y dejando que la noche dominará todo el desierto. Al lado del extinto fuego, yacía un hombre con una larga pipa en su mano. Motivado por el advenimiento de la oscuridad, dio una última calada, lenta y profunda. Una vez que el humo se disipó, los ojos del hombre ya se habían acostumbrado a la tenue luz de las cientos de estrellas que adornaban la bóveda celeste. Sin detenerse ni un segundo a admirarlas, se levantó y se dirigió a su morada.
La fachada de esta, cuatro paredes pintadas con el más puro blanco, salvo donde era recorrida por las negras rajaduras del desgaste, contrastaba con los harapos oscuros y rotos con los que el hombre se cubría. Aun así, la composición de estos colores pasó inadvertida ante la historia universal ante la ausencia de algún ojo, humano o animal, en la oscuridad del solitario desierto. Una vez dentro, en su única habitación, el hombre apoyó su pipa apagada sobre un mueble de madera carcomida por el pasar del tiempo y la dureza del espacio, y se dirigió a unas viejas sábanas y almohadas blancas puestas en el piso que oficiaban de lecho. Tranquilamente se acostó sobre este y apoyó su cabeza en una de las almohadas. No era víctima del cansancio, sino del aburrimiento. El aburrimiento de la misma rutina diaria, despertarse, vagar por el desierto, leer, cenar, fumar de la pipa, acostarse y soñar. Incluso su sueño era el mismo todos los días desde hacía veinte primaveras, y aquella noche no fue la excepción.
Se soñó bajando por unas escaleras de su ciudad nativa en dirección al centro, con sus harapos convertidos en aquella toga de intenso púrpura que alguna vez fueron. Contrario a la realidad, el hombre aquí se detenía a admirar los detalles que lo rodeaban, por más ilusorios que fueran. El aliento se le iba al intentar buscar con la mirada el final de las grandes torres erigidas a su lado; pasaba con extrema atención su mano sobre la baranda de la escalera, sintiendo el fino acabado de mármol; sus oídos eran conmovidos por el canto de alguno de los treinta y tres canarios que volaban la ciudad, todos propiedad del rey; y agudizaba el olfato cada vez que se acercaba a una maceta con flores, todas estas por decreto real contenían lilas, sus favoritas.
Después de un tiempo largo, que hubiera deseado que fuera eterno, el hombre terminó de descender y se encontraba en la plaza del mercado. Había un gran tumulto y movimiento, algo habitual, pero con la particularidad que no era la ansía consumista de las masas la que lo motivaba, sino su más puro pánico. Las defensas de la ciudad habían sucumbido hacía unos minutos, el invasor estaba entrando. Las mujeres dejaban atrás sus compras mientras huían con sus hijos en brazos, los hombres abandonaban sus puestos de trabajo apurados a sus casas para avisar a sus familias y los ancianos comerciantes recogían todas las ganancias y mercancía que pudieran con sus manos. El hombre de ropas púrpuras se dirigió a la entrada de la plaza, teniendo que abrirse paso en sentido contrario a la marea de gente, una ardua y dura misión, pero de la que no desistió, en verdad quería ver el otro lado de la plaza, debía hacerlo, debía intentarlo una vez más. Al llegar al otro lado observó una vez más aquella terrible escena, el último batallón de la retaguardia, la milicia juvenil. Observo con horror y desdicha aquellos jóvenes rostros que protegían el arco de entrada a la plaza, el mayor no debía superar los dieciocho años, apenas le salía la barba, y el más joven debía tener… prefirió no pensar en ello.
-¿Qué hacéis, insensatos? ¿Por qué no os marcháis con vuestras familias?
Los jóvenes lo miraron en silencio. El mayor de estos se acercó al hombre.
-¿Quién es usted? ¿Qué queréis?
-He dicho que os marchéis, el invasor ya ha entrado en la ciudad. No queda nada más que hacer.
-Si vuestra merced así lo desea, puede huir y ponerse a salvo. Nosotros, las juventudes combatientes, permaneceremos protegiendo la capital.
-¿Qué capital? ¿Es que acaso no os dais cuenta? La guerra ha terminado, ya no hay más capital porque ya no hay más reino. Marchaos con vuestras familias mientras podéis.
El muchacho permaneció en silencio sin saber que responder, para su suerte, a su lado surgió uno de sus compañeros en su ayuda.
-Defenderemos esta plaza con nuestras vidas…
El corazón del hombre palideció al oír aquella voz, no una masculina, sino una femenina. Una jovencita rubia, con no más de dieciséis años, lo miraba con unos grandes y saltones ojos verdes. Tan llenos de vida y a su vez de ganas de darla.
-Se lo juramos al rey, proteger el reino que ha erigido, el reino de la virtud y prosperidad. Y si es necesario lo haremos con nuestras vidas.
-¿Virtud y prosperidad? Ya no queda ninguna prosperidad aquí y de virtud… ¿con qué virtud creéis que te tratarán los bárbaros cuando te capturen? Cuando ellos te agarren te… –se detuvo al percatarse por la expresión de la muchacha que comprendía a qué se refería- Huid mientras podáis, al norte, no os seguirán.
-¡Suficiente! No huiremos –exclamó el muchacho que había recuperado el ímpetu del habla- El rey no ha alcanzado la grandeza huyendo, así tampoco nosotros lo haremos.
-En verdad no os dais cuenta… hasta el rey ha huido.
-¿Cómo podéis decir semejante infamia con tanta tranquilidad? No os dais cuenta de quien habláis, el rey…
Las palabras del joven se vieron interrumpidas por el estruendo de una bala de cañón que impactó contra el arco. Algunos de sus ladrillos cayeron sobre el hombre, derribándolo y haciendo que su diadema salte de su cabeza. Los jóvenes advirtieron la marcha del invasor a menos de cien metros y con rapidez empezaron a ocupar sus posiciones de batalla.
El hombre se arrastró hasta los jóvenes e intentó tirar sus ropas para llamar su atención, pero estos lo ignoraban. Intentó gritarles, pero el sonido del combate hacía que pareciera que de su boca no salía nada. La realidad era que gritaba, gritaba con todas sus fuerzas, siendo así que, sin saberlo, también gritaba por fuera del sueño, donde sus palabras retumbaban en el vasto y silencioso desierto.
Si algún hombre hubiera atravesado aquellos páramos en aquella noche o en cualquier otra de las últimas veinte primaveras, habría oído las palabras que aquel hombre gritaba en un idioma ya caído en desgracia, en una lengua que solo hablaban apenas unos pocos esclavos de las tribus del sur.
“Insensatos, insensatos, si no os matan os convertirán en esclavos, huid mientras podáis. Huid ¿No os dais cuenta? ¿No os dais cuenta? La guerra ha acabado, hasta el rey ha huido. Lo sé, lo sé porque… porque yo soy el rey”