Cuando los primeros rayos de luz de la luna penetraron las ventanas del templo, empezó el rito. Era menester que fuera en la oscuridad de la noche, cuando las únicas diosas despiertas eran Selene y Nix, ambas indiferentes a las profanaciones de los hombres a la vida y el tiempo.
Lentamente el hombre empezó a quitar la sábana que ocultaba el origen de sus obsesiones, la mujer que alguna vez había sido su amante y que, al salir el sol, confiaba que volvería a serlo. Permaneció unos minutos admirando el cuerpo petrificado sobre el altar, su atención se dirigió especialmente a la mirada perdida de los ojos sin pupila y a los suaves cabellos que ahora eran unos simples pliegues sobre el mármol. Aquella vista provocaba extraños sentimientos en su corazón, en parte se encontraba maravillado por poder apreciar su belleza en todo su esplendor sobre el frío mármol, pero también le provocaba cierta aversión la carencia del calor de la vida en la estatua. Finalmente, se decidió, mojó sus manos en el agua de la fuente del templo, pronunció palabras prohibidas entre los mortales y comenzó su trabajo.
Primero empezó por sus pies, fue sacando los callos provocados por los cientos de metros que caminó lejos de él, continuó por sus piernas donde borró una cicatriz provocada por un perro callejero (si hubiera estado presente en aquella ocasión, no habría permitido que eso ocurriera piensa el hombre). Luego, con fuerza, ablando sus hombros quitándoles todo el peso que había llevado cuando ella decidió abandonarlo, y con un cincel cortó sus uñas. Se detuvo durante unos minutos a admirar la belleza de sus finos dedos, pero la dureza del mármol en estos le hizo proseguir. Finalmente había llegado a la parte más importante, su hermoso rostro. Con sumo cuidado eliminó sus ojeras con el índice y, ayudándose, nuevamente, con el cincel, fue cortando su cabello hasta regresarlo a su aspecto anterior. Además, se tomó la libertad de tallar su nariz, nunca le había gustado su forma aguileña, pero al hacerlo esta le provocó una herida en su dedo pulgar. La primera parte del rito había concluido.
Secó sus manos y, mientras las empolvaba con arena proveniente del desierto que rodeaba el templo, empezó a llover afuera. La rareza del acto le hizo pensar que se trataba de una señal, no, de una advertencia de los cielos de que su transgresión estaba superando los límites. No le importó.
Empezó a mover sus manos sobre el cuerpo, pero esta vez no estaba tocando el mármol, sino su alma, y así fue arrancando aquellas partes que ahora sobresalían de la nueva figura que había esculpido. Arrancó sus deseos por otros hombres, sus intentos de olvidarlo, sus intenciones de abandonarlo y, para terminar, los motivos que los llevaron a pelearse irreconciliablemente aquel fatídico día de otoño. Además, nuevamente decidió por gusto también arrancarle su gusto por la lira, ya que siempre consideró que no la tocaba bien. El acto en sí fue rápido, pero mermó todas fuerzas, pues muchos de aquellos pedazos se resistían fuertemente a ser separados del alma. Una vez concluido, se acurruco al lado del altar y durmió. No soñó nada, sus actos habían provocado tal indignación en los dioses que hasta Morfeo le dio la espalda.
Cuando los primeros rayos de luz del sol penetraron las ventanas del templo, el rito había concluido. El hombre despertó con gran emoción, se levantó y observó el altar, el mármol de la estatua desaparecía lentamente dando lugar a la piel mientras que los ojos recuperaban sus iris celestes, los cabellos se sacudían y los dedos se movían suavemente, el calor de la vida había vuelto a la joven. Esta, en silencio, se incorporó sobre el altar y se sentó observando al hombre. La escena lo paralizó completamente.
“Desdichado seas Morfeo” pensó “Ya no necesitaré nunca más de tus sueños por las noches, pues ahora, de día, vivo en uno”. Su corazón se encontraba en un estado de gran pasión y lo obligó a acercar su cabeza para intentar besarla, pero antes de que pudiera concretar el acto ella lo detuvo con su mano. En ese momento, pudo observar un detalle que había pasado por alto debido al éxtasis en que se encontraba, ella no lo miraba con el mismo deseo y amor. Se alejó unos centímetros de ella.
“¿Cómo puede ser que su corazón no sienta la misma emoción que yo por nuestro encuentro y no desee consumarlo? La he hecho regresar a aquella época en que ella me amaba con locura y fervor ¿Acaso el rito ha fracasado? ¿He cometido alguna equivocación?” eran los pensamientos que atormentaban su cabeza
Permaneció minutos en silencio intentando resolver el enigma con la vista perdida, hasta que en un momento de conciencia se dio cuenta que estaba viendo los ojos de su amante misteriosamente no correspondida, lo que atrajo repentinamente su atención. Primero se percató del sentimiento de desconocimiento que su mirada le expresaba. Luego, mirando con más atención, a través de estos observó su propio reflejo; su rostro con los párpados irritados por la arena del desierto, la nariz resfriada por el frío de la noche y su boca seca por no haber bebido ni una gota de agua desde la noche pasada.
“Eureka” pensó, lo había resuelto. Ella había, exitosamente, vuelto al estado previo en que lo amaba, pero él no. El paso del tiempo también había cambiado su cuerpo y su espíritu y lo había hecho un hombre distinto al que ella había amado.
Aún así, el problema persistía en cómo debía proceder. ¿Podría esculpirse a sí mismo? No, era imposible. ¿Podría pedírselo a algún hombre o dios? No, después de lo que había hecho, los dioses lo habían abandonado y los mortales lo evitarían como al mal augurio.
Solo le quedaba una opción, pedírselo a ella. “Es posible, sólo debo explicarle los principios del ritual e instruirla en la manipulación de la carne y el alma. Podrá hacerlo” pensaba para intentar darse esperanzas ahora que estaba tan cerca de cumplir con su objetivo.
Pero, entonces, dejó de observar los ojos de la joven y su mirada se posó sobre su nueva nariz recta. Entonces se preguntó, ¿qué le quitaría ella a él?