A las seis nos despedimos, la había acompañado hasta la puerta de su casa haciendo gala de una caballerosidad que no dio frutos, pues su saludo se limitó a un seco “adiós”. Su puerta se cerró al mismo tiempo que los locales elevaban sus cortinas para llamar la atención de los oficinistas matutinos que transitaban las calles.
Inicie mi caminata oponiéndome al flujo de hombres que salían incesantemente de la entrada del subterráneo, lo que me alegraba profundamente pues anunciaba que los vagones se encontrarían casi vacíos y con una gran oferta de asientos para ocupar. Mientras descendía a codazos entre la marea que escupía la boca de la Estación Bolívar, leía el cartel electrónico que indicaba la ausencia de irregularidades en el funcionamiento de la red, ninguna demora ni estación cerrada. El afluente de personas finalizó cuando entré en la estación y los rayos del sol fueron reemplazados por la luz de las lámparas. Sin ningún problema aboné el pasaje y atravesé los molinetes, por fortuna no tuve que esperar en el andén, una formación con destino a Retiro, mi parada, me aguardaba. Una vez arriba de esta, me desplome sobre un cómodo asiento al lado de la ventana y aguarde a que el vehículo retomara su marcha hacía mi destino.
Desperté, mi cabeza estaba apoyada contra el vidrio, me dolía todo el rostro. Lentamente con fatiga por el mal sueño me incorporé sobre mi asiento, a mi derecha estaba sentada una señora mayor que leía el diario. Advertí el sonido del subte frenando al entrar a una estación y observe por una ventana “Estación Catalinas”. El cartel me alivió profundamente, de haber seguido durmiendo podría haber terminado en la incómoda situación de ser despertado por un maquinista o de iniciar el recorrido hacía la otra cabecera de la línea. El vehículo emprendió de nuevo su marcha e ingresó a la oscuridad del túnel. Fue ahí que me percaté que las luces del vagón estaban apagadas, probablemente para economizar, por lo que no podía ver nada, ni siquiera a la anciana a mi lado. Encontraba ahora la razón de haberme quedado dormido minutos atrás, la ausencia de luz sobre mi cuerpo cansado solo podía inducirme a la somnolencia.
Transcurridos unos minutos la luz regresó, había llegado a la estación. Me levantaba para dirigirme hacía las puertas cuando un letrero llamó la atención de mis ojos, “Estación Bolívar”. No había ningún sentido en la declaración de aquel cartel, pero rápidamente advertí que no lo había en ninguna parte, pues cumpliendo lo anunciado me encontraba ingresando a la mismísima estación con el nombre del libertador americano. La súbita sorpresa me hizo retornar a mi asiento, rápidamente giré mi cabeza para observar si el resto de pasajeros se encontraban igual de anonadados que yo. Pero entonces, una segunda sorpresa se presentó ante mí, al lado mío ya no se encontraba aquella ancianita de vestido rosa que leía en silencio el semanario de los sábados, ahora yacía una joven morocha con ropas negras y la cara maquillada que iba escuchando música en un reproductor, a un sonido de mil demonios pudiendo oírlo por encima de sus audífonos. Observé para todos lados del vagón en busca de mi anterior vecina de asiento, pero no solo no la encontraba sino que, además, no notaba nada extraño en los rostros de los demás pasajeros por el particular desplazamiento espacial entre estaciones que acababa de ocurrir. Buscando retrasar la confirmación de la extraña situación en la que estaba, pregunte al pasajero del asiento de atrás en qué dirección iba la unidad, confiando en que durante la oscuridad había caído dormido nuevamente y ahora me encontraba rumbo a la cabecera contraria a Retiro.
-A Retiro, maestro -respondió
A pesar del asombro, le agradecí como correspondía, regresé mi mirada a la ventana de mi asiento y observé como me alejaba de la estación Bolívar. Mientras el vehículo viajaba por el túnel diferentes interrogantes pasaron por mi cabeza en la oscuridad: ¿Sería posible que me hubiera confundido y cuando creía estar en Catalinas en realidad me encontraba en la estación previa a Bolívar? ¿Acaso la anciana sentada a mi lado habría logrado, aprovechado mi anterior situación de asombro, abandonar el vagón sin que me percatara? ¿Y mismamente la joven habría ocupado su lugar inadvertidamente?
Ese rejunte de improbabilidades resultaba más creíble que la idea de que de alguna manera había pasado de estar en un subte rumbo a Retiro a uno rumbo a Bolívar, por lo que supuse que cuando atravesé el túnel entre Catalinas y Retiro había quedado dormido el suficiente tiempo para haber realizado todo el recorrido de ida a la otra cabecera y ahora estar volviendo. Era lo más lógico, y así lo parecía cuando al ingresar a la siguiente estación observé como el reloj indicaba que eran las “10:22”. Los tiempos daban, en especial considerando la frecuencia más dilatada del servicio los sábados.
Me tranquilicé, a pesar de lo vergonzoso de la situación, al menos las cosas parecían volver a tener sentido. Me lamente no sólo por haberme alarmado de una manera tan risible, sino por haberme quedado dormido tanto tiempo en mi asiento, cuando hace rato que podría estar descansando en mi plácida cama, y, encima para peor, me invadió una fuerte sensación de hambre repentina, me había saltado el desayuno. Me apoyé sobre el respaldo de mi asiento e hice todo lo posible para no pensar más en ninguna de aquellas deliberaciones mientras aguardaba la marcha del subte.
Cuando me di cuenta, volvía a estar en Catalinas con su reloj indicando las “10:30”. Moví mis dedos con ritmo sobre el asiento mientras observaba a la gente subir y bajar del vagón, esto no molestaba a la joven sentada a mí lado ignorante a cualquier estímulo externo, incluyendo la señal sonora que advertía la partida del subte de la estación. Por, quizá segunda vez, observe al vehículo abandonar la estación y sumergirse nuevamente en las tinieblas de aquel túnel dónde creía haber quedado dormido hace unas horas. Me mantuve atento a mí estado para no volver a caer presa del sueño, notando así que no solo la oscuridad era total, sino que también lo era el silencio. No podía oír la música de la joven a mi lado, ni siquiera el ruido del metal de las vías contra las ruedas de la maquinaria. Temía haberme vuelto a dormir.
Entonces, la luz regresó y, también, mis problemas. El maldito cartel volvía a aparecer frente a mí, “Estación Bolívar”. A mí lado la joven había sido reemplazada por un infante que jugaba con un soldadito de juguete y atrás, donde alguna vez estuvo aquel hombre que me indicó el rumbo del subte, se encontraba una mujer en sus treinta, probablemente la madre del niño.
Me agarre la cabeza y la lleve hasta mis rodillas, ahora el sinsentido era total. ¿Nuevamente me había quedado dormido? El hambre volvía a atacar, me incorporé sobre mi asiento y miré a la señora.
-Disculpe usted, ¿cuál fue la anterior estación?
-Belgrano, joven
-¿Este subte va a Retiro?
-Así es, joven
-Muchas gracias
Regresé mi mirada a la ventana para observar como, por lo que para mí era, la tercera vez abandonaba Bolívar. Ahí observe un nuevo detalle que se sumaba a la incoherencia, el reloj de la estación indicaba las “10:30”. No había pasado ni un minuto desde que recordaba encontrarme por segunda vez en el túnel a Retiro. ¿El reloj se habría averiado? Una rápida mirada al de la señora descartó esta interrogante y la reemplazó por otras. ¿Acaso todo lo previo a esto fue un sueño y recién ahora he vuelto a esta estación? ¿Existía la posibilidad de que siguiera soñando?
La idea del sueño, si bien no me resultaba gratificante en ningún sentido, me salvaguardaba de la posibilidad de que yo o la propia realidad hubiésemos descendido a las más absolutas de las locuras.
Nuevamente, con paciencia, pues que se podía tener si no era paciencia en un momento así, repetí nuevamente por segunda (o tercera) vez el viaje hasta Retiro. Intenté parecer insensible al hecho de pasar una vez más por las mismas estaciones, lo que se convirtió en toda una hazaña cuando resistí el impulso de salir corriendo cuando una vez más llegaba a Catalinas, en mi cabeza ahora esa estación representaba una sala previa al infierno. Mi corazón palpitó al escuchar el sonido que anunciaba la salida del vehículo de la estación y, con gran angustia, vi como este empezaba a ingresar al túnel. El regreso de la aplastante oscuridad destruyó mi falso estoicismo y, ante el temor de que volviera a repetirse todo, estire mi mano para buscar sujetar al niño al lado mío, con una fe ciega de que ello me sacaría del bucle irreal en que me encontraba. Mis manos no encontraban nada, estas solo se movían en el vacío al igual que todo mi cuerpo, pues me había percatado que ya no notaba el asiento sobre mis nalgas ni el piso sobre mis pies, no sentía nada.
Unos segundos después, la luz había vuelto. Había vuelto a Bolívar.
El miedo, la impaciencia y la frustración habían llegado a un máximo intolerable. Abandoné el vagón con una decisión clara, la idea de realizar el trayecto a pie. Intenté consolarme con el hecho de que mis piernas se encontraban completamente prístinas por el tiempo que permanecí sentado. No consideré por un segundo recurrir al autobús, me encontraba completamente hastiado del transporte público. Tampoco me lamente por el gasto del boleto perdido, era un precio barato para poder salir de aquel ciclo subterráneo sin fin. Mi ansiedad era tal, que subía los escalones de dos en dos.
Una vez afuera, fui cegado por la poderosa luz del sol de media mañana, y ensordecido por el ruido de autos a altas velocidades, algo impropio de la zona centro de la ciudad. Cuando mis ojos se acostumbraron, observe un nuevo cartel que seguía con la tradición de dejarme completamente anonadado, “Bienvenido a El Tigre”*. Mi viaje de ida recién había empezado.